El conflicto armado en Colombia se ha instaurado en los últimos cincuenta años como un elemento que permea, e incluso atraviesa, los mecanismos de desarrollo subjetivo y comunitario en todo el territorio nacional. Veena Das (405) explica que el lenguaje, más que un hábito adquirido mediante la crianza, es una frontera que media la relación de los individuos con el mundo. Es decir, las palabras son un puente en el que transitan diariamente los sentidos que los seres humanos han construido para narrar la realidad. Esta dimensión liminal del lenguaje no ha escapado a la magnitud de la guerra en Colombia. Las palabras, igual que los sujetos, se han visto atravesadas en este tránsito por la exigencia de crear nuevos sentidos ante una violencia que irrumpe en su mundo como desorden. Los diferentes grupos étnicos y culturales en el país habían construido su lenguaje en relación a la naturaleza que, como eje principal, sostenía los puntos de amarre a los que entrelazaban su identidad. Así, el agua era vida, la tierra madre y el viento espíritu. El sinsentido disruptivo de la violencia transformó las palabras de la naturaleza en una materialidad híbrida. La guerra, para explicarse, tuvo que narrarse desde lo conocido. Sin embargo, lo conocido dejó de serlo para pasar a significar lo que la dislocación impedía nombrar.
A. El victimario es un depredador
Los intentos de los grupos armados por apropiarse ilegalmente de los recursos naturales para su explotación económica han terminado por hacer de los grupos étnicos uno de los sectores poblacionales más afectados por la violencia. La guerra no sólo los ha desplazado de sus lugares de origen obligando al desarraigo de sus costumbres, sino que los ha negado en su condición humana al verse sometidos a condiciones de servidumbre y trabajos forzados. En el caso de los Huitoto, esta victimización encuentra su asentamiento histórico en la bonanza cauchera, a partir de la cual las comunidades del Putumayo se vieron explotadas por las industrias para la extracción de los recursos naturales (CNMH 126). Aún años después, la comunidad indígena sólo ha logrado integrar la violencia a una narrativa que enmarque el sinsentido en los marcos interpretativos autóctonos dados por las prácticas animales de la caza.
“La cacería de seres humanos —destinados como fuerza de trabajo esclava en sus propios territorios ancestrales o arrancados y desterrados de sus sociedades de origen para ser conducidos a lugares distantes de donde jamás regresaron— fue una de las prácticas más comunes que caracterizaron la historia del putumayo” (CNMHa 33)
Igual que los Huitoto, la comunidad Wayúu en La Guajira integró la realidad de la guerra a la narrativa de los conocimientos ancestrales de la caza y el mundo animal. Así, por un lado, denominan a los extranjeros asociados a los crímenes de la bonanza marimbera con las aves de rapiña. En este sentido, explican que el derramamiento de sangre —uno de las mayores ofensas para la comunidad— está asociado a un comportamiento de depredación similar al de las aves de caza que se alimentan de otros animales más pequeños, indefensos y atacados inadvertidamente. Sin embargo, existe por el otro lado un crimen mayor al que puede asociarse a estas aves. Para ello, la comunidad acude a un tipo de abeja para explicar la agresión:
“…hay una categoría todavía inferior casi inhumana que son los paramilitares porque estos ni siquiera son pájaros. Algunos wayúu los llaman coi (abejas africanas), que atacan en manada, sin provocación, porque un tigre me ataca si yo lo provoco o si yo me meto a su dominio; la culebra se mete si yo la piso; hasta el tiburón tiene sus reglas de juego, que el tiburón me ataque no es gratuito, en cambio las abejas africanas atacan sin previo aviso, son cobardes porque atacan en grupos muy grandes. Pueden atacar a niños solos, mujeres, no diferencian edad” (CNMHb 180)
De esta manera, los grupo étnicos acuden a la lógicas conocidas de la naturaleza y hacen narrable la experiencia del daño a través de su posicionamiento como presas en el camino del depredador (CNMH 128). Las víctimas acuden a la animalización para hablar de aquello que no podía ser contado dentro de los márgenes establecidos por la comunidad para hablar de lo humano. Lo suscitado por el conflicto armado, en tanto ruptura, dislocación y desorden, puede ser sólo asimilable a través de su traducción a un escenario conocido que se resignifica para narrar lo indecible.
B. La ruptura con la naturaleza es un atentado a la identidad
Similar a lo anterior, la guerra para las comunidades Afro del Pacífico chocoano ha terminado por fracturar la relación establecida con el territorio y la vida misma. La población, que se denomina a sí misma: “los hijos del Atrato”, vio rota su familia el 2 de mayo de 2002 cuando en un encuentro entre los paramilitares y la guerrilla de las Farc una pipeta de gas explotó la iglesia del pueblo, en donde todos se encontraban refugiados. Además de la pérdida de los miembros de su comunidad, concebida como una familia extensa, y las lesiones producidas por las esquirlas, las víctimas debieron desplazarse de su lugar de origen para evitar futuros encuentros involuntarios con lo violento. Si bien el gobierno nacional ofreció la construcción de un nuevo pueblo y la reubicación de la comunidad, la medida de reparación dio cuenta de la incapacidad de suturar la fractura que la guerra había generado. El Nuevo Bellavista se encontraba lejos del río. Además, el lugar donde, después de su nacimiento, los bojayaseños habían enterrado su ombligo, ya no era una posibilidad para regresar tras la muerte.
“su entendimiento del territorio [es] el espacio que los dioses dejaron a la gente…de este modo es el espacio de encuentro entre y relación entre la gente, los dioses y los espíritus de los demás seres vivientes que son todas las plantas, animales y minerales. A partir de esta relación se desarrolla el pensamiento y conocimiento, se recrea la cultura, la organización social, política y económica, dándoles sentido de pertenencia e identidad como pueblo” (CNMHc 119)
Lo anterior explica cómo habitar un territorio no implica únicamente una práctica de asentamiento, sino introducirse como parte de sus ciclos naturales, existir en cohabitación con lo animal y vivir en conexión con el entorno, el flujo de los ríos y las pautas vitales dadas por la naturaleza. La Masacre de Bojayá se constituyó como un etnocidio, al impedir a las comunidades de gozar de su relación con el Atrato como fuente de vida y de la tierra como punto de origen y retorno.
“Dicen que el territorio es como parte de uno mismos, y así tiene que ser, porque uno es tierra. Y dicen que uno donde nace lo sepultan, lo que es parte de uno es el ombligo y mi ombligo está enterrado en esta tierra” (CNMHc 113)
La imposibilidad de retornar a lo vulnerado supuso para la comunidad atrateña, no sólo la imposibilidad de hacer, sino la imposibilidad de ser. La incapacidad de completar sus ritos funerarios convirtió el territorio étnico en un pueblo sólo habitable por los fantasmas que exigen su cierre. La distancia con el río rompió con las prácticas culturales en donde la comunidad se reunía en su orilla para celebrar, encontrarse y dar la bienvenida a los nuevos integrantes. El daño que produjo la guerra al territorio es entonces indisociable del daño que sufrieron las comunidades y los sujetos a su identidad.
C. El Museo de la Memoria: el cuerpo, la naturaleza y la subjetividad como reparación.
El Museo de la Memoria, creado a partir de la firma del Acuerdo para la Terminación del Conflicto como medida de reparación simbólica, se pensó bajo la dirección de Martha Nubia Bello y Luis Carlos Sánchez en consideración de la relación, anteriormente expuesta, de los individuos con la naturaleza como posibilidad narrativa para intentar explicar la guerra. Así, los lineamientos conceptuales y museológicos se enfocaron en desarrollar ejes temáticos que pudieran dar cuenta, tanto de la disrupción de la guerra, como de la resistencia de las comunidades y sus sentidos. El equipo del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) reconoció que uno de los mayores impactos de la violencia fue la ruptura inmediata de las comunidades con su realidad, a partir de la dislocación y el trastocamiento de sus marcos de sentido.
“Los modos en los cuales nos relacionamos con la tierra y los territorio, con el agua y con el cuerpo-persona nombran maneras de construir cultura e identidades, de sentir y vivir el mundo, así como modos de concebirlo y explicarlo desde la política, el conocimiento ancestral, lo espiritual y lo simbólico” (CNMH 89)
“La relación que las personas, las comunidades y los grupos humanos tienen con la tierra, el agua y sus cuerpos integran materialidades en el tejido denso de relaciones sociales que incluye humanos y no humanos, prácticas culturales y políticas que definen su sentido de pertenencia e identidad, y un amplio repertorio de prácticas que reconstruyen identidades y resisten las violencias letales” (CNMH 90)
Ante la monumental tarea de contar la guerra, el equipo museológico acudió entonces a los marcos de sentido de las propias comunidades como recurso primario que permitió integrar la violencia a la realidad conocida. De esta manera, se configuraron tres ejes narrativos que daban cuenta de cómo la identidad —y los intentos por destruirla— se edificaban a partir de la relación entre lo humano y lo natural como dos entes indisociables:
Cuerpo. El cuerpo se entendió en su dimensión anatómica y sensorial como materialidad cargada de sentidos subjetivos. Las asignaciones diferenciales otorgadas por los grupos armados a las formas de los individuos de habitar el mundo decantaron en diferentes tipos y mecanismos de victimización. La guerra pretendió ordenar y distribuir las diferentes identidades a partir del disciplinamiento de sus cuerpos como lugar de contacto con la realidad. En palabras del CNMH: “el cuerpo en la guerra es tanto un territorio material como simbólico sobre el cual pasan y se ponen en juego los conflictos, las regulaciones, las luchas sociales y los repertorios de violencia” (91). De aquí que algunos mecanismos violentos se hayan orientado al dominio de lo corporal: la violencia sexual, la tortura, la desaparición forzada, la limpieza social, el secuestro o el reclutamiento y el adoctrinamiento forzado.
Así pues, la consideración del cuerpo como medio para relacionarse y transitar por el mundo permitió al proyecto del Museo de la Memoria explicar cómo la cosificación y el desplazamiento de la subjetividad fueron impactos que vulneraron la relación de los individuos con la realidad inmediata. No obstante, el cuerpo también pudo ubicarse como lugar de resistencia. Los puntos de amarre que se habían establecido con la materialidad no pudieron ser del todo soltados por la violencia, ni en su dimensión sensorial, física o espiritual. Por ejemplo, en el caso de las mujeres se configuraron formas de resistencia que acudían a la naturaleza de lo femenino y su relacionamiento en el imaginario cultural con la maternidad. Igualmente, las comunidades LGBT encontraron mecanismos de reapropiación de lo corporal para resistir a los intentos por extinguirlas.
“Las mujeres no parimos hijos e hijas para la guerra” Eslogan de la Ruta Pacífica de Mujeres
“Mi cuerpo no es un botín de guerra” Canto de resistencia de las víctimas de violencia sexual
Tierra. El CNMH comprendió la tierra, no solo como superficie física y elemento natural, sino como espacio vital y núcleo de relaciones e identidades. La tierra como lugar de vida y trayectoria, al igual que el cuerpo, se ubicó dentro del conflicto, si bien como lugar de despojo, también como resistencia. La defensa, la protección y la reafirmación de las comunidades respecto a su vínculo territorial se construyó como una posibilidad de restitución. El eje museológico reúne entonces, tanto la vulneración al territorio, como la incapacidad del victimario por acabarlo por completo.
“…Claro, por eso ella [la tierra] es también tan rebelde, se está desquitando y con razón...Claro, eso es lo que la tierra reclama, el mar también lo reclama…uno sí sabe que ella está rara…” (CNMH 102)
Agua. El agua, por su parte, fue prevista por el proyecto del museo en su versatilidad para tomar forma de la superficie y dar vida a la comunidad. También se pensó en la diversidad que esta acoge en el territorio nacional, desde las especies que alberga, hasta las formas que toma (mares, puertos, cuencas, ríos y ciénagas, entre otras). A pesar del uso del agua por parte de los victimarios como mecanismo violento para desaparecer cuerpos, contaminar los acueductos o desviar las fuentes fluviales, el agua se caracteriza por su capacidad dinámica como cuerpo en movimiento. De esta forma, nunca deja de significar una expresión vital que recibe, transporta y emana vida. El agua, también, cuenta de sus esfuerzos por la defensa, de los movimientos por la paz y de los encuentros que estructuraron las comunidades en sus múltiples prácticas de resiliencia.
“[Soy] Mamá Cuama. Así me pusieron los del proceso de comunidades negras. Nací en el río Raposo, hija de una cajambreña y un indígena de Raposo porque ese río era solo de indígenas, hasta cuando llegamos nosotros los negros. Si la compañera me pregunta cómo contar este puerto, le digo que tiene olor, sabor y color de niebla marina” (CNMHd 126)
Lo anteriormente expuesto —a partir de las narrativas que pretenden explicar la guerra, la ruptura con el territorio y las pautas establecidas de reparación— da cuenta de cómo la guerra ha atravesado transversalmente la realidad subjetiva y comunitaria del territorio nacional. Ante esto, el lenguaje se ha modificado para poder integrar, en sus lógicas, el sinsentido de la guerra que irrumpe para quebrar los sentidos que establecen los individuos con su realidad inmediata. La constitución de formas híbridas de narrar la guerra, evidencian que el ser humano y la naturaleza son indisociables. De aquí que la dislocación que produce la violencia pueda únicamente reordenarse a partir del restablecimiento y la resignificación, en la condición liminal del lenguaje, de la relación que establecieron los individuos con su entorno. El ser humano se constituye en la medida que habita el territorio y entrelaza su existencia con las demás que lo rodean.
Referencias
Centro Nacional de Memoria Histórica (b). La masacre de Bahía Portete: mujeres wayúu en la mira. CNMH, 2010.
Centro Nacional de Memoria Histórica (c). Bojayá, la guerra sin límites. CNMH, 2010.
Centro Nacional de Memoria Histórica (a). Putumayo: la vorágine de las caucherías. Memoria y testimonio. Primera parte, CNMH, 2014.
Centro Nacional de Memoria Histórica (d). Buenaventura. Un puerto sin comunidad. CNMH, 2015.
Centro Nacional de Memoria Histórica. Museo Nacional de la Memoria: un lugar para el encuentro. Lineamientos conceptuales y guion museológico. CNHM, 2017.
Das, Veena. Life and Words. Violence and the descent into the ordinary. University of California Press: 2015.
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