A lo que él respondió: La tierra es mi testigo
De un ceño indescifrable, de un coraje
que al más perfecto estoico perpleja,
sentado sobre el tiempo él asemeja
de un árbol viejo y sabio la herrumbraje.
Yace el Buddha Gotama ensimismado,
ansioso de olvidarse de sí mismo,
buscando en el silencio el paroxismo
y la liberación del entramado
(que es la intrincada red de los efectos
y de las causas múltiples y eternas).
Sus pies cimientan verdes las praderas
y sus extremidades hacen ramos.
Él, que antaño habitó las opulentas
cortes y galerías de un palacio,
que luego se marchó con los ascetas
buscando la sapiencia y el buen juicio
percibe de repente una fineza
tras recibir las brisas del otoño,
y con agrado acoge la sorpresa
de hallar entre sus palmas el retoño
de un loto milenario, y en el torso
el manto anaranjado de las hojas
que en su vejez se vierten como antorchas
y entre lamentos caen en su regazo.
Siente brotar la vida entre sus dedos
como una enredadera que le ha envuelto
y en una sola cosa le ha revuelto
con la naturaleza y todo el cosmos.
Y en este ritmo de contradicciones,
hallando en simultáneo muerte y vida,
sabiéndose presente en las canciones
del viento y a la vez en cada herida
de la robusta tierra, reconoce
que la distancia que a ella lo separa,
no es sino un artificio que se ejerce
por la imaginación, una barrera
de insustancialidad y de ficciones.
Entonces, sorprendido, se da cuenta
que su tronco, sus hojas y sus ramas
son quienes dan la sombra al joven Buddha,
y el árbol se sonríe ensimismado.
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