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Pablo Ruiz

Bodhi

A lo que él respondió: La tierra es mi testigo

De un ceño indescifrable, de un coraje

que al más perfecto estoico perpleja,

sentado sobre el tiempo él asemeja

de un árbol viejo y sabio la herrumbraje.

Yace el Buddha Gotama ensimismado,

ansioso de olvidarse de sí mismo,

buscando en el silencio el paroxismo

y la liberación del entramado

(que es la intrincada red de los efectos

y de las causas múltiples y eternas).

Sus pies cimientan verdes las praderas

y sus extremidades hacen ramos.

Él, que antaño habitó las opulentas

cortes y galerías de un palacio,

que luego se marchó con los ascetas

buscando la sapiencia y el buen juicio

percibe de repente una fineza

tras recibir las brisas del otoño,

y con agrado acoge la sorpresa

de hallar entre sus palmas el retoño

de un loto milenario, y en el torso

el manto anaranjado de las hojas

que en su vejez se vierten como antorchas

y entre lamentos caen en su regazo.

Siente brotar la vida entre sus dedos

como una enredadera que le ha envuelto

y en una sola cosa le ha revuelto

con la naturaleza y todo el cosmos.

Y en este ritmo de contradicciones,

hallando en simultáneo muerte y vida,

sabiéndose presente en las canciones

del viento y a la vez en cada herida

de la robusta tierra, reconoce

que la distancia que a ella lo separa,

no es sino un artificio que se ejerce

por la imaginación, una barrera

de insustancialidad y de ficciones.

Entonces, sorprendido, se da cuenta

que su tronco, sus hojas y sus ramas

son quienes dan la sombra al joven Buddha,

y el árbol se sonríe ensimismado.

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