El texto que sigue narra un encuentro imaginado entre Elizabeth Costello, la protagonista de la novela de J.M Coetzee que lleva el mismo nombre, y Arturo Cova, el protagonista de La Vorágine de José Eustasio Rivera.
Creencias pasajeras
Creo en el irreprimible espíritu humano – finalizó su declaración Elizabeth Costello suspirando ante los jueces –. Creo que toda la humanidad es una sola cosa.
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Los días eran lentos y calurosos, la mujer sentía que no habían pasado ya meses sino años desde aquel día en que llegó a ese pueblo de aspecto europeo y atravesó la placilla arrastrando su pequeña maleta negra de rodachines. Densas cavilaciones habían ocupado sus tardes, acompañadas de música y vino. Su labor de secretaria de lo invisible se había vuelto cada vez más ardua y todos los días solicitaba al guardia varias hojas en blanco que eran llenadas con declaraciones dictadas por voces a las que no podía serles fiel durante un periodo superior al cuarto de hora. Resignada ante las incansables negativas del tribunal a dejarla atravesar la puerta, Elizabeth Costello habían empezado a convivir con la idea de morar por siempre en ese lugar suspendido en el tiempo y alejado del mundo.
Durante la primera etapa de su prolongada estancia había visto pasar a diversos personajes. Cada una de las incontables literas que abarrotaban la residencia eran ocupadas cada noche por las personas con las que se topaba en las calles y en los restaurantes. Los caldos del sudor de los huéspedes contribuían a hacer más y más denso el aire que respiraba y la persistencia de los encuentros nocturnos no contribuía a la creación de lazos que superaran el saludo matutino. Hombres y mujeres compartían la estancia, cada uno haciendo un esfuerzo pausado y silencioso por atravesar la puerta. De todas las personas que había visto le llamaba la atención un hombre de mediana edad, moreno y alto, que dormía en diagonal a su litera y que pasaba las tardes sentado a solas en un café. La mujer, quien posiblemente lo doblaba en años, se sentía extrañamente atraída por los rasgos profundos del rostro de ese sujeto misterioso que como ella dedicaba la mayor parte de su tiempo a la escritura.
Elizabeth había desistido de su intento por hacer entender a los jueces que su oficio le impedía aferrarse a cualquier creencia. Así, recelosa de la efectividad de todo sistema de justicia, había optado por escuchar con atención los dictados e interpretar un personaje distinto en cada audiencia, dejando volar su imaginación a la hora de construir sus declaraciones. Siendo infructuoso el camino de las razones y los argumentos, la escritora se había dedicado a encarnar a sus personajes y a defender con vehemencia los principios más íntimos de cada uno de ellos, guardando la esperanza de que alguno pusiera en su boca las palabras que le permitirían pasar al otro lado de la puerta.
La litera pegajosa que había escogido el primer día se había convertido en el recinto de ensayos donde gestaba la puesta en escena que llevaba a cabo cada vez con mayor maestría frente a los jueces, a quienes sin lugar a dudas les quedaba mejor el papel de críticos de arte que el de funcionarios de la justicia divina. Los monólogos que leía en voz alta con intensa pasión habían cautivado al poeta Arturo Cova, quien escuchaba con atención mirándola en diagonal desde su litera. La voz de la mujer acompañó el preámbulo de su sueño durante infinitas noches hasta que un día la curiosidad por su relato no le permitió pegar el ojo sino hasta bien entrada la madrugada. Elizabeth hablaba con exaltada severidad sobre la muerte de unos judíos en unos campos y los comparaba con mataderos y ganado. El hombre no recordaba haber escuchado de un suceso histórico que explicara el relato, pero el sentimiento que la mujer transmitía le helaba el corazón de dolor y desesperación. En medio del insomnio Arturo Cova recordó su vida en los llanos y pensó en que las reses de las que hablaba la escritora no eran las mismas que él había conocido en su juventud.
Al día siguiente, mientras el sol se encontraba en lo más alto del cielo, Elizabeth y Arturo se toparon en una pequeña calle que conducía de la residencia a los tribunales. El poeta, todavía inquieto por la experiencia que había tenido entre el sueño y la vigilia gracias a las palabras de la escritora, se animó a presentarse y le preguntó por los resultados de su más reciente audiencia. Elizabeth ignoraba que el hombre apuesto que contemplaba en la plaza conocía sus más íntimos trabajos de representación y se limitó a responder que nuevamente le habían dicho que se comunicarían con ella de forma oportuna y por los canales establecidos. El hombre, no satisfecho con su respuesta, la invitó a tomar una copa de vino en su terraza de preferencia, a lo cual la mujer dijo que sí, exhausta por su última presentación y sin ganas de pensar todavía en la siguiente. En el camino el hombre le contó que era un poeta colombiano, que había recorrido los paisajes de su país y que no recordaba cómo ni cuándo había llegado a aquel lugar. Le dijo también que hacía mucho se había rendido en sus intentos por atravesar la puerta y que en realidad vivía a gusto dedicando sus días al pensamiento y a la escritura.
Esta breve presentación exaltó los nervios de la secretaria de lo invisible. La idea de permanecer eternamente en ese pueblo se hacía menos llamativa al darse cuenta por la forma en la que hablaba el poeta de que en efecto su estancia en la residencia podía llevar más que algunas cuantas décadas. La experiencia que el hombre había tenido frente al tribunal le intrigaba, así que no dejó de preguntar hasta que este le contó todos los detalles de lo que recordaba. Le dijo que en su declaración había dicho que él creía en la indefensión del hombre frente a la inmensidad del mundo, que había hablado hasta el cansancio sobre las injusticias de los pueblos y sobre el poder del amor.
Las palabras abstractas que intercambiaron en esa tarde no saciaron la curiosidad de la escritora, quien propició otro encuentro para saber quién había sido Arturo Cova. Tomando una copa de vino él le resumió su vida en algunas líneas vagas pero muy bellas. Le dijo que había nacido en la capital de su país, que había escogido la poesía por profesión y que en un arranque de locura había decidió huir hacia una llanura en compañía de una mujer a la que después amó. Le contó también vagamente sobre una experiencia en una selva espesa y profunda, de la que por milagro y con mucho esfuerzo salió con vida. Los encuentros entre los vecinos de litera se hicieron frecuentes y con el tiempo el hombre le confesó algunas de sus más preciadas experiencias. Le habló sobre el potencial amigable de los árboles a los que había temido. Le dijo que esa naturaleza majestuosa que alguna vez lo había arropado se guardaba como una imagen vil en su cabeza gracias a las heridas que los hombres en sus ansias de ser sus dueños y señores le habían causado mediante su intervención. Las palabras que utilizaba hacían que Elizabeth sintiera cómo sus propios pies se hundían en el fango que no había conocido y que viera a través de sus oídos el aletear de las mariposas.
Esta visión romántica de la selva que relataba un poeta venido de un espacio-tiempo lejano produjo en la mujer una profunda tristeza. Se sorprendió al ver su carácter de acero reblandecido ante algunas líneas poéticas que idealizaban la naturaleza y la ponían al servicio del deleite de una tarde calurosa. En las palabras de su amigo encontró su repudio por la objetivación de aquello que respetaba y que no conocía. También se sorprendió hallándole un nuevo sentido a su discurso, reconocido aunque no tanto célebre, sobre la muerte del ganado y los judíos.
Escuchando historias se ausentó de los juzgados y de su labor de actriz por varios días, tras los cuales volvió con una nueva obra teatral esperando que fuera como de costumbre rechazada. Habló sobre el sentimiento de superioridad de la humanidad, del sometimiento de los fuertes hacía los más débiles y de la explotación brutal de los ecosistemas. Quiso interpretar a Arturo Cova y se encontró representándose a sí misma después de haberse abandonado por un largo tiempo. Habló sobre razón y emoción y esto la llevó a disertar sobre el arte como una ventana que nos permite vernos y transformarnos. Mencionó hasta el cansancio la impresión de infinita pequeñez que le producía el saberse ajena y a la vez atraída por la inmensidad de la selva que nunca llegó a conocer, y mientras lo hacía no dejaba de pensar que nunca habría imaginado esa angustia que la movilizaba de no haber sido por la palabras rimbombantes de su nuevo amigo. Habiendo realizado un viaje catártico por unas creencias que estuvieron cerca de tumbar su certeza de no guardar creencias, Elizabeth Costello pronunció las últimas palabras recicladas de viejas cavilaciones y esperó una vez más en silencio a la respuesta del jurado.
Bibliografía:
Coetzee, J.M. Elizabeth Costello. DeBolsillo 2011. Rivera, José Eustaisio. La vorágine. Cátedra, 2017.
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