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Carmen Paredes

El más acá

Actualizado: 21 may 2021

Nos hemos alejado del mundo en el que nacimos. Hemos creído, por mucho tiempo, que de un lado estamos nosotros, los humanos, y del otro lado –uno lejano y misterioso– están los animales y la naturaleza. Nos hemos olvidado de esa selva, ese mar, ese árbol, esa laguna que nos trajo al mundo. Y con este olvido, hemos parado de leer nuestras propias historias. La mitología indígena colombiana, con sus mitos de creación y del fin del mundo, ya nos había enseñado que nosotros somos, al igual que los animales, las plantas, los ríos, y los mares, parte del mundo natural. Junto con todos estos otros seres vivos, compartimos el inmenso mundo que nos rodea y que respira, no al lado nuestro, sino con nosotros. Nosotros somos parte de este mundo.

Para empezar, la mitología indígena nos enseña que fuimos creados dentro de la naturaleza y, por lo tanto, esa división, esa lejanía entre nosotros de acá y el mundo de allá, no existe. Según la mitología muisca, la creación del mundo ocurrió gracias a Bachué, la Madre de la Humanidad (Libro al viento, Mitos de creación, 61). La diosa emergió de la Laguna de Iguaque, entre sierras y cumbres, de la mano de un niño de tres años. Bajaron juntos al pueblo de Iguaque y, cuando el niño creció, se casaron y poblaron la tierra. Finalmente, cuando ya todos nacimos, Bachué y su esposo retornaron al lugar de donde salieron, regresaron al agua. Se despidieron del mundo, y luego de transformarse en dos grandes serpientes, se sumergieron en la laguna. Así pues, este mito nos enseña que nosotros, que vivimos, respiramos, y habitamos este mundo, nacimos de una laguna, y estamos acá porque ese mundo natural de allá, ese mundo que pensamos que es otro, diferente al nuestro, fue, en realidad, nuestro primer hogar, nuestro origen y nuestro principio. Por otra parte, según el mito de creación de los U’Wa, al principio, antes de que nosotros existiéramos, “el universo estaba conformado por dos esferas: un mundo de arriba –de luz cálida y seca–, y un mundo de abajo –de oscuridad húmeda y vacío–” (Libro al viento, Mitos de creación, 68). Después, vino un movimiento y, con él, se mezclaron estos dos mundos. Así se creó el mundo intermedio, y así nacimos nosotros, junto con los demás seres vivos con los que compartimos el mundo. Entonces, este mito nos explica: “Por lo tanto, todos los seres y las cosas del mundo intermedio terrenal poseen todo lo esencial para la vida, de las mismas fuentes y de procedimientos similares. Todos los seres están compuestos por una misma materia. Así, no existen diferencias entre los seres vivos que habitan en el mundo intermedio. Toda la naturaleza, todos los seres del mundo intermedio, incluyendo al hombre, reciben estos regalos de los dioses” (Libro al viento, Mitos de creación, 69). Nuestro principio es el mismo, y no hay diferencias entre nosotros, pues todos –el animal, el humano, el agua, el árbol– vivimos y respiramos juntos, en un mismo mundo.

Entonces, así como nacemos dentro de el mundo natural, cuando morimos retornamos, nuevamente, a ese origen. La mitología indígena mantiene un pensamiento circular sobre la vida y la muerte como un eterno retorno a la tierra –o al agua–. De este pensamiento cíclico surgen los conceptos de “la tierra sin mal” y del “más allá”. Según varias mitologías indígenas, como las de los pantágoros, los arhuacos y los tupi-guaraníes, la “tierra sin mal” es donde vivimos nuestra segunda vida: nuestra vida después de la muerte. Esta tierra representa, entonces, “el regreso a los orígenes o ‘bellos tiempos del surgimiento’. (…) Por ello es importante el retorno hacia atrás, el reencuentro del tiempo original y sagrado. Es en el pasado de los primeros días de los orígenes y en el futuro escatológico en donde las masas populares encuentran la evasión del presente penoso” (Ocampo 58). Morir es, por lo tanto, un retorno hacia atrás, hacia al nacimiento. Morir es volver a nacer, y el futuro, el tiempo que llega con la muerte, es el pasado, el primer pasado que existió. Ligado a este concepto de la “tierra sin mal”, nace también la idea del “más allá” que es, muchas veces, un más acá: un regreso a la tierra que nos fecundó. Los muiscas “creían que el ‘más allá’ estaba dividido en las mismas provincias y regiones de la zona terrenal de sus dominios (…). Las almas bajaban al centro del ‘más allá’ por unos barrancos de tierra negra y amarilla, habiendo de cruzar antes que todo un gran río en unas embarcaciones hechas con telarañas, motivo por el cual durante su vida jamás se atrevían a dar muerte a una araña. Este viaje era continuación del mundo de los vivos” (Ocampo 56). El “más allá” es un viaje hacia adentro, hacia la tierra cercana y no hacia el cielo lejano: es un más acá. Así, la muerte no es un fin, es una continuación, y nuestra existencia –nuestra vida y nuestra muerte– sigue un camino circular que nos guía siempre hacia la tierra (o la laguna, o el mar) en donde nacemos y en donde morimos.

De esta forma, nuestra unión con el mundo natural es como un círculo, es un continuo que no tiene un comienzo ni un final, sino que se dobla sobre sí mismo y se alarga infinitamente. Por lo tanto, los animales y las plantas son nuestros hermanos y descendientes. Según el totemismo indígena, los pueblos están relacionados con ciertos animales (o a veces plantas u objetos naturales). El tótem es, entonces, un animal que representa una deidad protectora o un progenitor. Así, la organización entre los mismos humanos de la tribu se define por este antepasado en común, que los une en una relación filial. Los guajiros, por ejemplo, “tienen sus tótems protectores para cada una de las castas. Por ejemplo: los uriana tienen como tótem el tigre; los ipuana el caricari; los epiayú el rey de los gallinazos, y así las demás tribus” (Ocampo 75). Lo que une a la tribu, a los humanos, es, entonces, un animal. Por otra parte, así como nosotros nacemos de la naturaleza, la naturaleza también nace de nosotros. Sobre esto, los arhuacos nos cuentan que “el sol y la luna son hijos de una india muy pobre llamada Atij’uiriva, Madre de la Luz. Esta india tuvo un hijo que daba resplandor en todo su cuerpo; cuando los indios quisieron verlo y lo arrullaron con música de flautas, caracoles marinos y tambores, el niño resplandeciente se escapó volando por los aires y subió al cielo convirtiéndose en sol. (…) La luna también es hija de Atij’uiriva, Madre de la Luz. Ella también se escapó, pero los indios le echaron cenizas en la cara para cegarla. Sólo consiguieron disminuir su brillo cuando subió al firmamento y se convirtió en luna” (Ocampo 42). La luna y el sol no son, de nuevo, un más allá remoto y ajeno a nuestra vida terrenal: son dos hijos escapados del más acá.

Si leemos estas historias, descubrimos que somos parte de ese mundo natural. Descubrimos que nacemos y morimos dentro de él, y que nuestra vida es una vida compartida con los otros seres que respiran con nosotros. Descubrimos que nuestra existencia humana sí importa: le hemos dado vida al sol y a la luna. Descubrimos que los animales nos protegen si los protegemos y los respetamos a ellos. Y descubrimos que ese más allá, que pensábamos que era tan lejano y ajeno, es un más acá, un más acá que, cuando no ignoramos u olvidamos, nos acompaña, nos abraza, y nos aloja.



Bibliografía

Libro al viento. Mitos de creación. Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, 2008. Impreso.

Ocampo, Javier. Mitos colombianos. Bogotá: El Áncora Editores, 1988. Impreso.


Foto de portada:

"Bachué or the birth of mankind", Bruno Malfondet, 2017. Recuperada de: https://www.flickr.com/photos/136622273@N03/37157913852

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